Revista Mångata

Hashima, la isla abandonada de Japón.
Por: Estefanía Ortega Amador.
Nozomu camina por el centro de la plaza y sus ojos se llenan de lágrimas mientras habla. El lugar en el que nació, donde se encuentra ahora mismo, fue hace más de cincuenta años uno de los más poblados del mundo, pero hoy, conforma una de las muchas islas deshabitadas de Japón. Una locación impresionante con edificios que se desgastan cada vez más con el tiempo y una vegetación que parece recobrar su camino en lo que anteriormente fuera terreno abierto.
Nozomu no recuerda mucho acerca del tiempo en el que vivió en Hashima, era un niño muy pequeño, sin embargo su desalojo quedó grabado a fuego en su memoria, quizá porque el abandono y el olvido son de las experiencias más significativas para la vida del hombre.
Porque las ciudades que han sido abandonadas tienen un lugar especial en el colectivo común, representan el miedo a la desaparición y al transcurso del tiempo después de nuestra muerte.
La isla despierta la curiosidad y el desconcierto por parte del mundo. El hermetismo con el que fue sellada después del desalojo de la población y su apariencia fascinante, pero aterradora, han hecho que los ojos del mundo se posen en su vacío cascarón.
Hashima con sólo 480 metros de largo por 150 metros de ancho, con muros que sirven para protegerla del oleaje, fue desde el inicio una isla minera. Sus habitantes comenzaron a llegar hacia 1887 después de que se descubriera una veta de carbón en el subsuelo marino, a unos 200 metros por debajo del nivel del mar. Dos años después, la empresa Mitsubishi compró la isla y comenzó con la explotación del carbón.

Para 1916, cuando las minas producían 150, 000 toneladas de carbón al año, la población había llegado a los 3, 000 habitantes y la empresa construyó el primer edificio de hormigón armado, para resistir la fuerza del clima y la falta de espacio para los habitantes. Aquel primer edificio fue también el complejo de viviendas más grande de Japón en ese momento. Una estructura cuadrada de seis plantas, construida alrededor de un patio interior en el extremo sur de la isla, un espacio pequeño pero privado para los mineros y sus familias. Cada departamento consistía en una sola habitación de 9,9 metros cuadrados con una ventana, la puerta y un pequeño vestíbulo. Al año siguiente se construyeron dos edificios más, en plena crisis de la Segunda Guerra Mundial, como un intento nacional por hacer notar a Hashima como un motor del progreso económico.
Para 1941, año en el que sucedió el ataque a Pearl Harbour, la producción de carbón aumento considerablemente y alcanzó un máximo de 410.000 toneladas al año, sin embargo los jóvenes japoneses que trabajaban en las minas comenzaron a ser reclutados para el ejército. Cientos de cartas rojas, que indicaban el enlistamiento obligatorio, comenzaron a llegar a Hashima, para pesadumbre de sus familias, y las minas se quedaron sin fuerza de producción. Mitsubishi decidió entonces contratar obreros chinos para realizar las tareas dejadas atrás por los antiguos mineros.

Sin embargo, el destino de los inmigrantes no fue bueno, lo ansiado por muchos de ellos, el grato y bien remunerado trabajo que Mitsubishi les prometió no ocurrió. La empresa los explotaba teniéndolos en calidad de esclavos, vivían en condiciones insalubres y más de uno decidió suicidarse desde los muros reforzados de la isla.
Gracias a la calidad de su carbón Hashima se convirtió en el símbolo de la prosperidad en Japón. Nozomu habla de las esplendidas construcciones que alberga el lugar, aquellas de las que él sólo conserva recuerdos vagos de su época de gloria. Recuerda el edificio escolar, un edificio enorme en donde niños de prescolar hasta jóvenes de preparatoria asistían a tomar clases, todos juntos en una misma instalación. Hoy solo quedan los pupitres vacíos, los pizarrones viejos y un piano al que le faltan varias teclas mientras que su sonido dista mucho de lo que fue, igual que la isla.
La vida de los pobladores de Hashima era tal vez más lujosa que la del resto de los habitantes en su tiempo. Aunque debido al espacio la privacidad era casi nula y no existían parques o espacios verdes, había cafés, restaurantes, casinos, clubes, veinticinco tiendas diferentes, una escuela con gimnasio y patio, guardería, un hotel, un hospital con sector de aislamiento, una pista de tenis, una pequeña comisaría, una oficina de correos, baños públicos y hasta un burdel, nadie tenía vehículos de motor, no eran necesarios porque era mucho más fácil y rápido caminar hasta el otro extremo de la isla.

Pero la vida de ensueño para los habitantes de Hashima se esfumó. Aún hoy en día, Nozomu no sabe con exactitud la razón de su desalojo y el de toda su familia, se queda solamente con la versión oficial: “Deben irse, antes de que la isla se venga abajo”. Aunque algunos historiadores aseguran que la razón por la que fue abandonada se debe a cuestiones económicas después del cierre de la mina, ésta propuesta contrasta con la apariencia de la isla. El 20 de abril de 1974 se fue el último residente y en la actualidad se pueden encontrar en los edificios zapatos, muñecas, maletas, retratos, muebles, entre muchas cosas más que las personas dejaron atrás, en el ímpetu de salir de ahí lo más rápido posible. Se tienen registros que cuentan que durante el desalojo, fue vista desde Hashima la caída de la bomba atómica de Nagasaki, lo que retrasó sólo un poco la salida del lugar.
Pasaron muchos años hasta que Nozomu pudo regresar al lugar en donde nació. La primera vez que pudo caminar en Hashima nuevamente, ya no se llamaba así, habían cambiado el nombre a Gunaknjima, el barco de guerra, porque era la forma que aparentaba la vista desde los botes. Una opresión en el pecho le siguió al sentimiento de que ese ya no era el lugar que el recordaba como su hogar, el lugar donde vivieron sus padres, donde su madre los dio a luz, el lugar al cual ellos ya no pudieron regresar. El riesgo de deslave provocó que el acceso al público se prohibiera, aunque hoy sea un lugar turístico.
Cuando Nozomu, junto con el resto de las personas que guía en la excursión, sube al bote, no hay lágrimas, ésta vez no, porque aquel lugar fascinante, misterioso y con un encanto único, aquel “cacharro de cemento” ya no es el lugar que conoció.
